Andrómeda, el evangelio de los dioses sin templo.


Crecer en Sintra debe dejar poso. Su huella indeleble ya marcó a ilustres personalidades como Lord Byron y Richard Strauss tras su paso por la ciudad portuguesa. Zé Burnay ha utilizado toda esa energía y la ha canalizado en pos de la construcción de un universo fértil y vivo que lo inunda todo en su obra. No hablamos solo de Andromeda, también de todos sus trabajos de ilustración y su música.

Zé Burnay construye en Andrómeda su propio mundo fragmento a fragmento, recompone un cosmos hecho de ruinas simbólicas y mitologías enmohecidas, donde cada trazo parece murmurar un salmo olvidado. En ese magma de ecos antiguos resuenan el mitraísmo, la imaginería judeocristiana, los cultos de Canaán, los cánticos órficos, el paganismo y el zumbido lejano de los dioses babilónicos. Todo fluye sin aspavientos, como si la mezcla de estas formas de fe no fuera una herejía sino una necesidad fisiológica. Lo suyo es un ejercicio de brujería gráfica, una sesión espiritista en viñetas que lo sitúa en el linaje bastardo de Moebius y del iluminado Jodorowsky -ese predicador de lo inclasificable-, donde el delirio y el caos se convierten en método.

Burnay es un alumno aventajado de Moebius. No me tiembla el pulso situarlo en dicho escenario. El luso parece emparentado con la mutación de Jean Giroud en el alter ego que lo desató como autor, justo cuando su obra comenzó a sumergirse en paisajes mentales, visiones interiores y mundos que operaban bajo las reglas del sueño. También toman un punto de encuentro en sus respectivas concepciones de universos mutables, en constante transformación, donde los símbolos y lugares evocan estados alterados de conciencia.

Moebius se dejó imbuir por el misticismo, el esoterismo y las filosofías orientales, situando su autoría en un punto indeterminado entre la alucinación controlada y el mantra gráfico, más cercana al éxtasis espiritual que a cualquier dogma reconocible. Zé Burnay le toma la mano y lo lleva a su terreno, pero siempre con felices coincidencias conceptuales: se siente su zarpazo psicodélico y cada desplazamiento geográfico acaba convertido en un descenso o ascenso -da igual la dirección- por el laberinto de la conciencia.

Este arquetipo del viajero del alma que desarrolla Zé Burnay remite tanto a tradiciones chamánicas como a la literatura gnóstica o los viajes astrales. En esta peregrinación involuntaria, el ego se diluye, y el «yo» se encuentra con lo Otro: dioses, seres multidimensionales, recuerdos, fragmentos del inconsciente. Esto hace que Andrómeda pueda ser leída también desde el psicoanálisis jungiano, donde la travesía es hacia el Sí-mismo.

El trazo en Andrómeda -pulcro, abrumador, casi litúrgico- funciona como vehículo para una relectura del viaje del héroe que ya no asciende, sino que deambula sin aparente rumbo. Cada fragmento es un rito, una ceremonia donde la naturaleza se convierte en oráculo y las leyendas antiguas son devueltas a su estado más salvaje. Lo que emerge es una cosmogonía apócrifa, tejida con deidades, folklore y símbolos que parecen haber brotado de una conciencia vegetal. Lejos del pastiche, lo que aquí se da es una apropiación sin remordimientos, un sincretismo feroz que no pide permiso ni ofrece explicación; y el resultado es un imaginario propio que opera como mito fundacional de un mundo sin nombre, pero que ya exige fe.